Cara a cara

Por Esteban Crevari

El que quiera conocerle ha de hacer pacientes gestiones. Todo el mundo habla de su sencillez, de su afabilidad, de su accesibilidad pero ¡son tantos los que anhelan llegar hasta él!. Es preciso esperar y, esta espera aumenta la emoción que da cierto carácter de misterio a la entrevista. El solicitante adquiere la convicción de que ver a Yrigoyen constituye una hazaña.

Ya está el visitante frente a Yrigoyen. Las largas esperas lo han puesto harto nervioso. Aquellos segundos que preceden al saludo le parecen interminables. Pero ya Yrigoyen le tiende la mano. La serenidad del gran hombre, su falta de prisa y de pose, encalman al visitante. Con lentitud, lo toma de un brazo, lo lleva al medio del salón y lo invita, con su propia acción, a deambular. Van y vienen muy despaciosamente. El visitante ha recuperado su tranquilidad. La distancia que le separaba del gran hombre ha desaparecido. Nadie ha poseído jamás, como Yrigoyen, el arte de suprimir distancias. En su presencia hasta el más humilde se encuentra cómodo. Yrigoyen no sólo procede así por bondad –por caridad mejor dicho- sino también porque quiere sondear a su interlocutor y averiguar lo que puede dar de sí; y sabe que nadie revela sus capacidades si está cohibido. Esta maestría en acercar al interlocutor le hace a Yrigoyen el hombre simpático por excelencia. Es uno de los pocos grandes hombres que se ha impuesto por la sola simpatía, por la seducción personal, pues lo demás se han impuesto por su genio, o por su audacia, o por su oratoria de frases eficaces, o por el arte de la intriga.

Tal como lo señalara Aníbal Álvarez, periodista entrerriano que conociera personalmente a don Hipólito, “cuando habla este ciudadano cuyo triunfo electoral marcará una época brillante en nuestra historia, lo hace sin afectación, y su palabra es agradable y acariciadora y la acompaña siempre de modales distinguidos y suaves, atrayendo su persona de una manera irresistible, la que se hace simpática en alto grado…”[2].

Salvo algún amigo de juventud, nadie se permite tutearlo. Muchos radicales de los que rodearon a Alem lo llaman Hipólito, cuando de él hablan, por haberle oído al caudillo decir así; pero jamás se le dirigen a él dándole su nombre. Aún para sus parientes, él es “el doctor Yrigoyen”.

Si el interlocutor da una opinión, que es también la de Yrigoyen, él no dirá “usted opina como yo”, o “estamos de acuerdo”, sino “yo pienso lo mismo que usted”. Si el visitante quiere justificar una actitud –siempre que no roce la ética- Yrigoyen le dice: “en su caso, yo habría hecho lo mismo”. Con estas frases, el gran seductor levanta a su visitante hasta su propia altura; y el hombre modesto y el hijo del pueblo quedan conquistados para siempre.

Para él sus opiniones son las mejores. Considera una insolencia toda oposición. Ni siquiera le gusta que le pidan explicaciones de sus frases. Si algún extraño no ha entendido algo y le ruega explicar, él no contesta. Y cuando a alguno de sus secretarios o colaboradores le dan el tema para un artículo o un trabajo, no le tolera que lo interrumpa.

Cuando habla de sí mismo tiene relación con la política: su lucha por el sufragio libre, sus renunciamientos a ciertos cargos públicos, sus sacrificios, sus “altas calidades”, su conocimiento de todas las instituciones políticas. Es muy raro oírle alfo, cuando habla de sí, que no signifique la exaltación de su persona. Tampoco dice “haré”, sino “haremos”. Y cuando alguien emplea la palabra “yrigoyenista”, él corrige: “radicales”.

Ternura para con las mujeres. Las hace hablar, las escucha, les pone apodos cariñosos, las llama “mi hijita”, les ruega que vuelvan pronto. A las que son intelectuales, les pregunta, al verlas otra vez, qué nuevo libro han leído. Fino y amable, suelen tener frases de graciosa adulación; así a una española que acaban de presentarle, tómale las manos, le dice que simpatiza grandemente con su patria y agrega: “Tiene usted en sus ojos, todos los soles de España”.

Si a los hombres les pone la mano en el hombro o en el brazo y les da golpecitos en la rodilla, a las mujeres las palmea, les toca los hombros y les toma las manos. Sin son jóvenes y bonitas, les hace dar unos pasos para juzgarla, buen conocedor como es.