Semblanza y carácter

Por Esteban Crevari

El apetito del poder no es defecto en el hombre de poder. Los hombres de poder son grandes, precisamente, por su apetito de mando y de posesión que, empujándolos, les ha llevado a las cumbres. Yrigoyen desea, más que el poder material, el moral. Ser amado por el pueblo, por los pobres: eso es la gloria para él. Pero también –hombre de voluntad tenaz, de lucha- ama la lucha por el poder si bien la lucha subrepticia, a media luz; del mismo modo que, más que el estallido revolucionario, le interesa el conspirar.

Su temperamento lo conduce a lo sinuoso, pero sin violar precepto moral alguno. Recurre a la astucia, al espionaje, y sin ser mentiroso, a la mentira caritativa o defensiva. Es un político de extraordinaria habilidad. Su política es la del opositor, el conspirador, el débil, porque no se puede ser un conspirador franco y abierto.

Permite que lo conozcan un poco, no del todo. Vive observando a sus amigos, estudiándolos, probándolos. Expresa dudas del ausente para ver la reacción del interlocutor y hacer deducciones de su lealtad o su deslealtad. Nadie tiene más arte para mantener las esperanzas ajenas. Por bondad, y por conveniencia, no niega al que pide o al que aspira. A un diputado y ex concejal, caudillejo semianalfabeto que le pide lo designe Intendente de Buenos Aires, “usted es el hombre” le dice. Pero agrega: “Espérese: ¿qué hago sin usted en la Cámara?”. O al Intendente le anuncia así que no lo reelegirá: “¡Feliz de usted que termina su período y puede retirarse a descansar!”.

Finge, a veces, no haber leído los diarios, para no tener que opinar o por hacer opinar a los otros. A fin de observar mejor a un interlocutor de cuidado, o por no contestar a una pregunta, se detiene en ciertos momentos pretextando un dolor de cabeza que no existe. No discute lealmente, pues, por hacer hablar a su interlocutor no dice lo que está pensando, en los casos en que consiente en discutir.

Para disminuir a un político de Buenos Aires, caudillo en cierto partido o departamento, hace nombrar ministro provincial a un abogado de la misma localidad, pero sin arrastre ni significación política.

Yrigoyen atrae por sus cualidades espirituales tanto como por su maestría en el arte de seducir a los hombres. La astucia es también resultado de la introversión. El extravertido se conduce en forma clara, mediante procedimientos objetivos y visibles. El introvertido, sobre todo si no posee verdadera fuerza, debe conducirse de manera disimulada y subterránea.

Centenares de manifestaciones se han detenido ante su morada sin que él asomara jamás a los balcones; y desde una casa de enfrente se han pronunciado discursos a montones sin que él saliera para oírlos: sólo se ha visto, a veces, detrás de las persianas, una misteriosa sombra. Sabe hacerse desear. Todos desean verlo porque es difícil verlo.

Cuando viaja nunca llega en el tren esperado: ha descendido en la estación anterior y ha entrado en la ciudad en automóvil. No procede así por temor a que un enemigo lo asesine, sino por estrategia, por afán de ocultarse, por gusto de los misterioso y también por huir de la multitud. Él sabe que el pueblo admira el misterio. Tal vez conoce la anécdota del médico parisiense que, sin clientela, se cambió de barrio y ejerció de curandero, enriqueciéndose.

No habla por teléfono con nadie ni tiene teléfono en su casa. Cuando, ya presidente, está en el campo ordena que en la estación ferroviaria próxima no haya coches a la llegada de los trenes, a fin de que nadie pueda interrumpir su soledad. No va a lugares en donde haya gente, ni a misa, a pesar de que en sus últimos años se dice católico.

Maestro en el arte de dominar. Busca la admiración, el respeto y la adhesión fanática. Por esto se vigila tanto. Si carece del talento de escribir, tiene el de saber callar, el de no mostrar sus ignorancias, defectos y debilidades. Es oscuro o claro en el hablar, según su conveniencia. Por táctica recurre al lenguaje arcano. Hace creer que todo lo sabe, que puede resolver todas las dificultades. Si a raíz de un cambio de opiniones con sus colaboradores toma una idea, distinta de la suya, de uno de ellos, la da como propia al día siguiente, sin mencionar al dueño y diciendo haber consultado con la almohada, “después del primer sueñito”. Adoptar una idea ajena le disminuiría en su infalibilidad.

Instrumento de su dominio es el espionaje. Hace espiar unos con otros a sus amigos. En parte lo hace por afán de conocimiento y de información, por saber quiénes son sus verdaderos fieles. En parte, también, por hábito de revolucionario profesional, que debe espiar a los amigos que vacilan, a los catequizados a medias, a los hombres del partido oficial, a las autoridades.

Pero si el espionaje le sirve para defenderse de los enemigos, también le sirve para dominar a sus amigos. En tiempos de Alem, y aún hasta mucho después, no hay reunión de radicales sin la presencia de algún desconocido, que nadie sabe como ha entrado y que es un espía de Yrigoyen. Por el espionaje conoce las ambiciones de algunos y se informa de candidaturas que le es preciso desbaratar antes de que prosperen.

La acción del político introvertido es la intriga, y la intriga necesita del espionaje. Yrigoyen emplea la intriga como jefe del partido; y siempre con buena intención: la de evitar una disidencia o una desviación de los principios. El espionaje es una defensa del débil. Yrigoyen, a pesar de su autoridad y su poder, no es psicológicamente un hombre fuerte.

La sensualidad de Yrigoyen es fina y alerta, pero sólo se impresiona por motivos morales. Yrigoyen es sensible a lo psicológico: una palabra insincera, una mirada que se esquiva, un gesto denunciador de pensamientos desleales.

En la perspicacia de Yrigoyen para conocer a los hombres intervienen la inteligencia, la intuición, la subconsciencia; pero más que nada su sensibilidad para lo humano.

Grande es también su sensibilidad para lo político. Sin salir de su casa conoce y prevé las variaciones del sentimiento colectivo. No conoce el país y sus hombres por observación directa sino por intuición. Él le dice a un amigo por observación directa sino por intuición. Él le dice a un amigo que su saber lo tiene más por intuición que por ilustración.

Inteligencia penetrante y comprensiva. Los técnicos se asombran de su facilidad para entender. Llega a hablar con acierto, sin estudios especiales, sobre materia económica, financiera, ferrocarrilera, agrícola, ganadera y militar. Su inteligencia se revela sobre todo en el tema político.

Posee en grado eminente la virtud de la generosidad. Es generoso de su dinero para con los pobres, los militares expatriados, y sus partidarios en desgracia. Llega hasta devolver un campo comprado a plazos, y del que está sacando buen provecho, por haberse enterado de que el ex propietario ha perdido su situación. Es generoso de sus consejos y de sus palabras. Es generoso con los desconocidos; una noche que llueve a cántaros, su coche se cruza en el campo con un hombre del mejor aspecto, que va a caballo, y, sin preguntarle su apellido, lo lleva a su casa y lo atiende; y con los enemigos; a uno de sus más virulentos le hace devolver las cátedras. Jamás se venga, y eso que es insultado y calumniado como nadie. Su venganza consiste en olvidar el nombre del ofensor: “el cachafaz aquel”, el que hizo esto o lo otro, “¿cómo es que se llama?”; y al oír su apellido, dice: “ese, ese mismo”, pero él no lo nombra.

Es optimista irreductible, así como idealista y desinteresado. Cree en la bondad humana, en la perfectibilidad de las instituciones, en la inmensidad de nuestras posibilidades. En su optimismo llega a ser iluso y lo reconoce. Nunca se le ve abatido.

Es leal y buen amigo, siempre que no estén en juego los intereses del partido o los del país. A un íntimo le reprocha: “Usted quiere ser político y habla de jugarse por un amigo; yo no tengo amigos”. Pierde amistades por haber derribado candidaturas. Pero él no se ha guiado por motivos personales. Solamente, que, como niega su intervención, no puede justificar sus motivos.

En sus ojos y en su voz suele haber una velada melancolía. Pero lo habitual en él es la impasibilidad. Nadie le ha oído una carcajada, ni un grito. Sonríe raramente, y lo hace siempre con dulzura. Tiene cierta gracia criolla. Cuando está con varios, suele preguntar al que entra: “¿Cómo va ese valor indiscutido, mi amigo?”. El recién llegado va a pavonearse cuando advierte que los demás se ríen. “¡Cosas del doctor!”, exclama. Ligeramente turbado. Este fondo humorístico que hay en él, se manifiesta en los apodos que pone a sus amigos: al joven italiano que fue lustrabotas y desempeña a su lado diversas funciones modestas, le llama “el jurisconsulto”. A un amigo, que se aparece con un estupendo sobretodo, lo hace pasar lentamente mientras él, con fingida seriedad elogia la prenda, hasta que la farsa termina dándole a su poseedor una cariñosa palmada en el hombro. A un amigo del campo, paisano de piernas chuecas –sin duda porque vive a caballo- y que apenas puede andar con su calzado pueblero, lo recibe con frase apropiadas, hablándole en su lenguaje semigaucho, y cuando se va, invita a sus acompañantes a verlo bajar por la escalera, ardua operación que resulta cómica para los espectadores.

No tiene pasiones, fuera de la política y el bien público. La armonía y el equilibrio de su espíritu no se las permiten. La política misma es, en él, más una vocación que una pasión. La pasión supone exaltación, y él procede siempre con serenidad. El ejercicio de la política es la ley de su vida. No concibe nada más importante que la política. Un íntimo, pero no radical, le dice que la política “es una porquería”: él se atornilla la sien con un dedo, indicando que su amigo no está en sus cabales. Si la política es en él una pasión, es una pasión contenida, ordenada, encauzada por largos años de ejercicio.

Es tímido, aunque con los años su timidez va desapareciendo. Prueba de su timidez es el no hablar en público, siendo así que lo hace muy bien ante varias personas. Esta timidez procede en parte de la introversión y en parte de humillaciones sufridas en la infancia ante las multitudes. No sólo por táctica se esconde, sino también porque no soporta el ser mirado y observado excesivamente.

Es desconfiado, a pesar de su optimismo. En cada amigo ve una posible deslealtad; y en cada expediente, un posible negocio. Esta desconfianza, hija de su introversión, le será fatal, casi tanto como otro de sus defectos: el autoritarismo. Se imponga por la admiración, y por procedimientos suaves, su autoritarismo no es menos real. Su carácter de creador y personificador del partido, la veneración que inspiran su desinterés y su patriotismo, le hacen más autoritario de lo que quisiera. Ni a sus ministros les consulta. Cree que él solo sabe hacer las cosas, que él lo sabe todo. Ese cierto autoritarismo, también procede de la introversión.

Lento para hablar, para vivir, para proceder, para gobernar. Derrocha horas conversando. Le cuesta decidirse, aún a lo que tiene más resuelto. Lo deja todo para el día siguiente, para mañana. Esa lentitud es una fuerza en algunos casos, dado que ha salvado al país de algunas calamidades.

No ignora el miedo, a pesar de su enorme valor moral. Pero miedo no es cobardía. Él domina su miedo, que es hijo se su introversión, del vivir dentro de sí, lejos del ajetreo del mundo exterior. Yrigoyen teme el encontrarse entre la multitud; teme al ridículo, al dolor y a la muerte.

Hay mucho en él del hombre a la antigua, no sólo en sus trajes y en sus ideas sobre las mujeres. Detesta ciertas formas novísimas del progreso material y mecánico: la aviación, por ejemplo. Aún el automóvil y el teléfono no son mirados por él con simpatía. Cree que el dinero no debe producir interés, y no lo cobra cuando vende a plazos algún campo o algún lote de animales.